El atelier logo

jordi torrent

Jordi Torrent

En los tiempos remotos en que el Mediterráneo era un mar de silencio y aceitunas, los hombres, afortunados por vivir en el único mar con alfabeto y viñas, agradecían a los dioses el privilegio de ser testimonio.
Los dioses de aquellos tiempos vivían de las ofrendas de los hombres y a menudo se establecían en sus casas, comían a su mesa, raptaban sus hijas y esposas y se emborrachaban en las viñas de los mortales. A cambio, los hombres tenían el privilegio del viaje, el silencio y una obstinada determinación.
Sin embargo, enfermos de progreso y de futuro, un tiempo verbal siempre en estado de gestación, los hombres ciegos aprovecharon el acuerdo para aflojar las riendas de las bestias que en secreto cabalgaban. Y poco a poco, sibilinos, dieron a roer la indefensa calma que habitaban a sus perros voraces.
Y comenzó a morir la tierra. Primero fueron los bosques, luego los ríos. Grandes monstruos de hierro y caucho expulsaron con malos modos a los dioses que aún vivían refugiados dentro del eco de las cuevas que antes habitaron focas y cangrejos.
Y, finalmente, el mar. Poseidón apareció flotando en una playa, intoxicado por un exceso imposible de vinilos. Tanit y Bes, los dioses que habían viajado de cultura en cultura a bordo de barcos cargados de cerámica y púrpura, acabaron en un algar infestado de envases, bolsas transparentes como medusas y pequeñas colillas venenosas. El viejo Zeus, el gran violador, el toro, el águila y el cisne, yace al lado de una vieja moto, a la sombra de una sabina negra. El Fénix, la única ave pirófila, agoniza en un montón de óxido rodeado de alambrada. Armados de legislaciones y cuentas corrientes, los hombres expulsaron también a los faunos de los bosques y a las ninfas y sirenas que regentaban las tabernas de las playas y los muelles.
Heráclito sostiene, con razón, que las aguas que cubren a los que entran en el mismo río son siempre distintas: el caudal es otro, otra la población de sus orillas, la naturaleza del agua y la agonía de su fauna y de su flora. Pero, más importante todavía, tampoco los que entran en el río son los mismos, porque resignación y consentimiento envenenan leucocitos y eritrocitos convirtiéndolos en supervivientes con alma de garbanzo. Mitríades de Ponto, el asesino, consiguió tolerar todos los venenos a fuerza de absorber diariamente dosis pretendidamente inocuas, y acabó implorando al enemigo una muerte a espada.   
Quién sabe si los antiguos olores volverán a olerse algún día entre las sabinas, entre las rocas derrumbadas y los pinares sombríos en donde aún esperan con paciencia, recitando sus monótonas letanías, extraños seres alados y lagartijas del color del agua, pero el viento de siempre se ha parado. Sopla sus respuestas en otras latitudes en donde el tiempo continúa pudiéndose tocar con las manos.
Los nuevos aires se mueven constreñidos entre líneas isóbaras que dibujan espirales sobre grandes pantallas de colores.
Y, de este modo, los lugares se han despoblado de sus almas, emigrantes forzosas, despojadas de los antiguos privilegios concedidos por los dioses: el silencio y el viaje y una implacable, ciega, obscura y obstinada determinación.